Picas en Flandes
Me acomodan las novelas del buen Capitán Alatriste. Reconózcolo, y no me duelen prendas al hacerlo. Pérez Reverte es un autor odiado y querido a partes iguales, e incluso a mí ha llegado a tocarme los cojones de vez en cuando, cuando se refocila en su (supuesta) sapiencia e intentar novelear al estilo Umberto Eco rellenando cuartillas y cuartillas de información absolutamente irrelevante para el buen desarrollo de una trama de intriga y aventuras. Sin embargo, las cuitas de este buen soldado por el Madrid de los Austrias me parecen obras maestras.
No niego que esta apreciación no esté sesgada por la subjetividad: de hecho es así. Estas novelitas de espadachines y rufianes me han devuelto a la niñez, a los tiempos en que la caja tonta sólo funcionaba unas pocas horas al día, cuando pillaba un libraco de la biblioteca de mi padre (cuanto más gordo mejor) y me echaba en el sofá, con los dedos engarfiados en las cubiertas, perdiéndome en esos mundos de guerreros, tesoros escondidos, tribus diabólicas, tigres de Malasia, capitanes intrépidos, robinsones a la fuerza, viajes en globo a los confines de la Tierra, expediciones hacia las entrañas del planeta
Digamos que han conseguido devolverme el sentido de la maravilla. Es delicioso volver a perderse en escaramuzas y juegos de honor, volver a saborear el lenguaje profundo de un idioma que, irremediablemente, va perdiendo su esencia por mor de la globalidad imperante. Particularmente, esa frase tan tonta que Quevedo pronuncia a todas horas me llega al alma.
No queda sino batirnos.
Quizá sea eso, que hemos perdido la facultad del compromiso, o las reglas del honor. Quizá ni siquiera el buen Capitán podría deshacer entuertos y tirar de herreruza en un mundo como el nuestro, en el que mi vida, y la suya, y la de su compañero de trabajo, están dirigidas por poderes tan fantasmales que no creo que hechizo alguno (ni siquiera Hellboy y su pandilla) puedan llegar a acabar con ellos.
Queden en paz, vuestras mercedes. Si es que les dejan