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El Cubil del Kallikanzarós

Picas en Flandes

Me acomodan las novelas del buen Capitán Alatriste. Reconózcolo, y no me duelen prendas al hacerlo. Pérez Reverte es un autor odiado y querido a partes iguales, e incluso a mí ha llegado a tocarme los cojones de vez en cuando, cuando se refocila en su (supuesta) sapiencia e intentar novelear al estilo Umberto Eco rellenando cuartillas y cuartillas de información absolutamente irrelevante para el buen desarrollo de una trama de intriga y aventuras. Sin embargo, las cuitas de este buen soldado por el Madrid de los Austrias me parecen obras maestras.
No niego que esta apreciación no esté sesgada por la subjetividad: de hecho es así. Estas novelitas de espadachines y rufianes me han devuelto a la niñez, a los tiempos en que la caja tonta sólo funcionaba unas pocas horas al día, cuando pillaba un libraco de la biblioteca de mi padre (cuanto más gordo mejor) y me echaba en el sofá, con los dedos engarfiados en las cubiertas, perdiéndome en esos mundos de guerreros, tesoros escondidos, tribus diabólicas, tigres de Malasia, capitanes intrépidos, robinsones a la fuerza, viajes en globo a los confines de la Tierra, expediciones hacia las entrañas del planeta… Digamos que han conseguido devolverme el sentido de la maravilla. Es delicioso volver a perderse en escaramuzas y juegos de honor, volver a saborear el lenguaje profundo de un idioma que, irremediablemente, va perdiendo su esencia por mor de la globalidad imperante. Particularmente, esa frase tan tonta que Quevedo pronuncia a todas horas me llega al alma.
No queda sino batirnos.
Quizá sea eso, que hemos perdido la facultad del compromiso, o las reglas del honor. Quizá ni siquiera el buen Capitán podría deshacer entuertos y tirar de herreruza en un mundo como el nuestro, en el que mi vida, y la suya, y la de su compañero de trabajo, están dirigidas por poderes tan fantasmales que no creo que hechizo alguno (ni siquiera Hellboy y su pandilla) puedan llegar a acabar con ellos.
Queden en paz, vuestras mercedes. Si es que les dejan…

Darkness Falls

Rompo con todo, quemo las naves, mando los recuerdos y los esbozos a cualquiera de los círculos del infierno. Que se consuman allí, entre llamas ardientes y gritos desdichados. El maldito (una y un millón de veces maldito) 2004 falleció hace unas horas, y el espíritu me reclama un cambio: nacer desde las cenizas, prometerme a mí mismo que nunca más haré caso de las mordazas impuestas por mi propia mente (William Blake dixit).

Bitácora nueva, propósitos nuevos... En mitad de un caos de sensaciones confusas. Hace algún tiempo que me siento perdido, desazonado, como si alguien hubiera robado de mi alma el fuego sagrado. A veces me veo como un hombre vencido por las ciscunstancias, y me gustaría aullar a la luna y cabalgar las olas, con la ingenua esperanza de que algo cambiaría.

Nada va a cambiar.

Estamos siendo derrotados por las fuerzas del caos y de la destrucción. ¿No notan que cada vez las cosas son menos cosas, que su esencia se va diluyendo en este maremagnum de publicidad y política correcta que nos rodea? Sólo los cadáveres permanecen. El maremoto nos ha devuelto el rostro de uno de los Cuatro Jinetes, en versión digital, y lo único que nos permiten hacer es asomarnos a las ventanas hipócritas de nuestros televisores para contemplar el horror en directo, y lamentarnos en nuestros interiores decadentes (mientras pensamos en que tenemos que acercarnos a uno de los hipercores que tenemos a mano para comprar las última chuchería insustancial que maldita la falta que nos hace) con el propósito de ser mejores personas.

Yo no.

Prometo ser un verdadero hijodeputa, con el permiso de la concurrencia.